sábado, 8 de abril de 2017

Y entonces llegó Dragonlance

Y entonces llegó Dragonlance

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Es una constante en el submundo anglosajón de grognards y old gamers el referirse a la Segunda Edición de AD&D como el inicio del fin de Dungeons & Dragons, arguyendo que con la llegada de la versión de David Cook se perdió el espíritu pulp del juego y D&D comenzó a referenciarse a sí mismo en lugar de tomar sus influencias de la literatura de fantasía y ciencia ficción de las primeras décadas del siglo XX. Sin embargo, todas esas invectivas a menudo olvidan —cuando no obvian interesadamente— que ese fenómeno, en caso de ser cierto —lo cual no deja de ser ampliamente discutible—, se produjo en un momento notablemente anterior a la aparición de AD&D 2ª Ed. No en vano, el principal punto de inflexión entre el "juego antiguo" y el "nuevo" llegó durante el apogeo de AD&D 1ª Ed., en un momento tan temprano como 1984 y se debe principalmente a la aparición de Dragonlance.

Portada de Dragonlance Adventures, 1987

Y es que, lo que algunos llaman "vieja escuela" en algún momento del pasado no fue más que la "nueva escuela" de ese tiempo. A menudo se tiende a compartimentar la historia de D&D atendiendo a la fecha de sus publicaciones, sin caer en la cuenta de que dentro de una misma edición pueden existir diferentes tendencias y modas que cambian con el paso de los años, y más si hablamos de una edición con un periodo de vida tan largo como fue la de AD&D 1ª Ed. (1977-1989).

Esa "vieja escuela", aquella que hoy se busca como si fuese una especie de Piedra Filosofal, pertenece a un nebuloso y casi mitológico periodo que ninguno de los aficionados españoles vivimos y que, para bien o para mal, muy pocos de los que hoy siguen entre nosotros conocen en profundidad. Para nosotros, quienes crecimos principalmente con el rol de los años 90, la "vieja escuela" es un sinónimo casi inequívoco del juego post-Dragonlance.

¿Por qué? Porque antes de la aparición del módulo DL1: Dragons of Despair en 1984, el primero de su clase, el juego estándar de Dungeons & Dragons se asentaba en una serie de pilares maestros que a menudo hoy rechazamos, malinterpretamos o damos demasiado pronto por supuestos:
  • El concepto de trama no existía en el juego de rol, en el sentido de que en los módulos no se especificaba una cadena de eventos propuesta por el diseñador, a la cual DM y Jugadores debían ceñirse para llevar a buen término la partida.
  • El concepto de escenario preestablecido tan sólo era una idea tosca y primitiva. Cada grupo, cada mesa, cada campaña; estaban obligados a generar su propio escenario, lo cual entronca directamente con el siguiente punto.
  • La coherencia del escenario o de los eventos de la partida no eran objetivos especialmente relevantes o señalados por el reglamento. Cada DM aplicaba el grado de coherencia que consideraba oportuno (como ocurre ahora), pero la base cultural estadounidense tiende a no valorar los motivos y los porqués como hacemos los europeos —es por ello que a muchos de nosotros la cultura pulp nos puede resultar poco rigurosa o falta de sentido. 
  • El módulo era, valga la redundancia, modular. Faltaban muchos años para que apareciesen las aventuras, y muchísimos más para que apareciesen los arcos de aventura y las campañas de compra. Sin trama, sin escenario
  • La fantasía, tal y como la entendemos hoy, no existía. Sus límites estaban mucho más relacionados con la ciencia ficción. Sí, ahí estaba Tolkien, LeGuin, Anderson o Ende; pero la línea entre la fantasía y la ciencia ficción era muy difusa. De este modo, a nadie debería extrañarle que entre las principales influencias de Gygax haya mayoría de autores de ciencia ficción e incluso de terror, como Burroughs, de Camp, Lord Dunsany, Lovecraft, Derleth, Pratt, Vance o Zelazny.
  • Además, la base de la cual bebía era eminentemente literaria, mitológica y pseudohistórica. Más que nada porque no había otros canales o alternativas de los que tomar influencias. Gygax, Anderson, Kuntz, Kask, Ward, Perren o Blume eran personas muy instruídas y leídas, en parte debido a su afición por el wargame histórico. Eso hacía la raíz del juego ciertamente más culta, aunque esa cualidad no se extrapolase necesariamente ni a los aficionados ni a sus partidas. 
Este tipo de juego, a menudo hoy idealizado, estaba formado a partes iguales por pinceladas de genialidad y por lagunas enormes fruto de una comprensible inexperiencia —es muy fácil hablar a toro pasado del rol de los 70, pero el bagaje que tenemos hoy era inexistente en aquella época. Y vino Dragonlance y lo puso todo patas arriba.

Portada del módulo DL1: Dragons of Despair, 1984

El mundo ideado por Laura y Tracy Hickman junto a Margaret Weiss rompió, uno por uno y de forma sistemática, todos los puntos que he indicado anteriormente.
  • Presentaba módulos (serie DL) con una trama preestablecida y una estructura argumental de introducción-nudo-desenlace, incluyendo incluso las escenas de la muerte de algunos Personajes. No importaba demasiado lo que los Jugadores hiciesen en la partida, ya que el destino de sus Personajes había sido determinado por el diseñador.
  • Ofrecía un setting completo para AD&D 1ª Ed. en el libro de tapa dura Dragonlance Adventures (1987), centrado en Ansalon, un continente del mundo de Krynn.
  • Desplegaba una historia coherente en la ya mentada serie DL; al menos con el mismo grado de coherencia con el que estaba dotada la saga de novelas en las que se basaban los módulos, 
  • Sus módulos se ubicaban en un entorno tan concreto con una trama tan ligada al universo en el que se desarrollaban que dejaron de ser módulos para convertirse en aventuras. Aunque el término siguió utilizándose oficialmente hasta la llegada de D&D 3.x, a todos los efectos el módulo dejó de ser el rey a partir de 1984.
  • Sus raíces eran puramente tolkinianas, presentando una propuesta dualista y en cierto modo maniquea, con la cual el público se identificaba inmediatamente. Dragonlance trajo a D&D, y en cierto modo inventó, la fantasía épica.
  • Dejó de ser necesario acudir a fuentes antiguas o a ámbitos ajenos al rol para enriquecer el juego. El paquete de Dragonlance era completo: su fantasía era autorreferencial, y sus principales fuentes de inspiración residían en los propios módulos y novelas que iniciaron el escenario. Los cantrips, dweomers, geas, rakhsasas, piedras ioun, kobolds, melèes, cuirasses y ghouls (conceptos sacados por Gygax de la historia, la mitología, el folklore y la literatura pulp) dejaron paso a los draconianos, a los enanos gully y a los dragones cromáticos y metálicos (conceptos de base menos culta y más tópica, de nexo más débil con nuestra realidad y como mucho asociados a la idiosincrasia del propio D&D).
¿Fue positivo para el hobby este cambio tan radical? Como casi todo en esta vida, depende. Dragonlance hizo posible una verdadera industria en torno a los juegos de rol, lo cual se tradujo en más popularidad y más aficionados. Trajo al hobby la franquicia: módulos, juegos de mesa, figuras de plomo, novelas... Dragonlance trajo a escena un tipo de fantasía más tolkiniana, más positivista, más accesible, más igualitaria (ejemplificada en la obra de su artista más representativo, Larry Elmore); pero al mismo tiempo más plastificada, más dicotómica y más infantil. El juego fue perdiendo sus referencias esotéricas y sus vínculos literarios con el pasado. Para jugar a Dragonlance ya no había que coger una novela de Leiber para inspirarse. Había que coger una novela de... Dragonlance.

Dragonlance se inventó a sí misma (sin necesidad de ser especialmente original, como ocurre a menudo con los grandes éxitos) y cambió para siempre el mundo de los juegos de rol. Sin Dragonlance, Forgotten Realms o Fighting Fantasy no habrían sido ni la mitad de populares. Posiblemente, Planescape, Mundo de Tinieblas, Age of Worms, Rise of the Runelords o Tiranny of Dragons ni siquiera habrían existido. Dudo incluso de que cosas como World of Warcraft o Two Steps from Hell —por nombrar dos marcas exitosas ajenas al rol de mesa— hubieran visto la luz de no ser porque los planes de Takhisis fueron frustrados una y otra vez por sus hermanos Paladine y Gilean.

Obviamente, Dragonlance no hizo todo esto por sí mismo ni fue el primer producto en innovar de repente en todos los campos, si no que tan sólo es la punta de lanza (nunca mejor dicho) de las tendencias y gustos de los aficionados del momento en lo que refiere a fantasía, aunadas a los intereses y nuevas prácticas de los editores, quienes supieron canalizar esas inquietudes en un producto comercialmente sólido. El proceso que propició este cambio de paradigma había sido iniciado con el cierre de la trilogía original de Star Wars y la creciente popularidad de universos como la Era Hiboria de Howard —que en los años 80 gozó de un renovado interés gracias a los cómics— y, en menor medida, el Tékumel del Profesor M. A. R. Baker o el Glorantha de Greg Stafford.

Siguiendo la estela de Dragonlance, TSR repitió la fórmula con los Reinos Olvidados de Ed Greenwood: una franquicia con un escenario detallado y un amplio soporte en forma de novelas. Sin embargo, al contrario de lo que ocurría con la obra de Weiss y los Hickman, el mundo ideado por Greenwood carecía de esa ligazón directa con los productos literarios, poseía una base pseudo-histórica que eliminaba cualquier rastro de maniqueísmo, y sus elementos fundacionales se relacionaban más estrechamente con la parte más puramente fantástica de las famosas referencias sugeridas por Gygax en el Apéndice N de la Dungeon Master's Guide de AD&D 1ª Ed. 

Portada de la caja Time of the Dragon, 1989

A Dragonlance le siguió una plétora de imitadores, y no sólo en el ámbito de los juegos de rol. Su éxito sobrepasó el relativamente pequeño mundo de D&D, y comenzó a ser replicado en otros terrenos como la literatura o los videojuegos. Había reinventado la fantasía, y eso implicaba un coste en forma de muchos competidores pugnando por explotar la misma fórmula fácil. Dragonlance envejeció mal, porque su formato requería que se fagocitase a sí misma. Las nuevas sagas debían encaramarse sobre los hombros de las viejas. La máquina estaba encendida y ya no podía pararse. El escenario requería reiniciarse periódicamente una y otra vez, con un nuevo cataclismo y unos  nuevos héroes dispuestos a salvar el mundo y limpiarlo de todo mal. Los aprendices superaron al maestro, mejoraron la fórmula y enterraron el cadáver, aunque este último siempre amenaza con volver y recuperar su trono —de momento sin haber logrado ni siquiera un ápice del éxito inicial.  

Dicho esto, mi impresión ligeramente negativa acerca de la franquicia no es óbice para que considere que hay un buen número de grandes ideas en Dragonlance y que su aparición fue necesaria e inevitable para D&D y para los juegos de rol en general. Tengo en muy alta estima suplementos como DL1-4 (si uno obvia por completo los Personajes pregenerados y evita el "encarrilamiento" constante, son unos módulos magníficos que recogen lo narrado en El Retorno de los Dragones), la caja Tiempos del Dragón, DLR2: Los Minotauros de Taladas o El Libro de las Guaridas. En lo bueno y en lo malo, Dragonlance es historia viva (o no-muerta) de D&D y de la auténtica fantasía, en su sentido más amplio del término.






Red de Rol

via En los Gorgoten http://ift.tt/2jWwufJ

April 7, 2017 at 09:18PM