lunes, 20 de febrero de 2017

Cuentos de un Bosque Tribal, Cap 6 : Naitor Azurane

Cuentos de un Bosque Tribal, Cap 6 : Naitor Azurane

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Naitor Azurane  



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Casi desnudo ante el amanecer, tan solo cubierto con su capa de piel de marmota leonada como manda la tradición de sus antepasados, como el rey ha de recibir al anciano sol, único Dios de la fe de sus padres.
Él no era anciano, ni rey, y algo en su interior le cuestionaba si alcanzaría algún día a encarnar cualquiera de estos dos valiosos conceptos. Él no era más que uno más entre los múltiples príncipes de las Cien Islas de Agratis.
Naitor Azurane, Príncipe de la Ley.

El dulce frío del crepúsculo le forzaba involuntarios y pequeños espasmos sobre la piel de forma intermitente. Se encontraba en el balcón de una de las mejores decisiones de su vida, una nueva construcción para sus aposentos que jamás deseó tener pero que ahora amaba con todas sus fuerzas. Desde el continente las modas de las casas nobles hacían mella en las costumbres agratias y por ello todo príncipe de Agratis, de ciertos años al presente, para poder ser considerado moderno y respetable debía tener una estancia privada... de utilidad cuestionable: un despacho.
Un despacho que ahora era su refugio personal, y que había supuesto un acto de liberación contra las rígidas cadenas que imponía el principado.

Ante él se extendía el denso manglar de Lianmar, donde se alternaban enormes charcas interconectadas por centenares de riachuelos y canales con profundas zonas de bosque apantanado, casi jungla, colapsado por todo tipo de criaturas chillonas y coloridas.
Algunos de los árboles más elevados se hallaban atestados por centenares de aves y monos de decenas de colores que coreaban ya sus cánticos al sol, que amenazaba con aparecer en cualquier momento para encararse con él.

Más allá, indistinguible todavía, se encontraba el mar de Las Cien Islas, sometido a la poderosa presencia de las nieblas de Tares, el sucio dios de los asesinos. Las nieblas habían llegado durante la madrugada y, lentamente, comenzaron a devorar las islas sometiéndolas a una tenebrosa y blanquecina invisibilidad… que se aproximaba.

Aún sin manifestarse, el sol clareaba el horizonte de donde emergían vistosamente los picos de las escasas islas que sostenían el privilegio de poseer montañas; y en sus montañas, refulgían las grandes hogueras del Palasto, que se habían encendido una a una como respuesta a la llegada de las nieblas y que nuevamente habían dado horas a los principados para prepararse ante la presencia del dios de sangre lechosa.
Las montañas parecían desgarrar la niebla con profundidad y potencia, decididas a no dejarse devorar por ella, erigiéndose como baluartes de una solemnidad y presencia inamovibles que jamás sucumbiría al esoterismo infame, atestado de misticismo y oscurantismo que representaban las nieblas de Tares.
Esas eran las mismas montañas que vieron llegar al Primer Rey desde el norte, que vieron cómo los cimientos de las ciudades de los Áerin eran destruidos, y cómo se erigían los nuevos. Mudos testigos carentes de herencia para educar a las generaciones posteriores en las verdades y mentiras que entreteje la historia.
Con una hermosa copa de cristal multicolor mediada del fuerte licor de roble de Úlder, aguardó solemne la llegada a las murallas de su ciudad de las nieblas levantinas y de cuanto estas representaban. Su despacho estaba encarado al este, de modo que se encontraba en el límite natural entre la ciudad de Agratis y el manglar, con la primera línea de murallas de la ciudad justo a sus pies.

Ahí llegaban. Las nieblas se movían con extraordinaria densidad y velocidad para la inmensa masa que eran desde la perspectiva que le ofrecía el balcón. Avanzaban tanto sobre el bosque como fundiéndose con él, devorando decenas de lanzas por segundo y silenciando a su paso a la práctica totalidad de criaturas que hasta ese entonces estaban dedicadas al trino y la celebración del amanecer. Para el bosque también eran días oscuros y salvajes donde los depredadores hacían de todo momento posible un crepúsculo propicio para la cacería. En pocos segundos habrían devorado los manglares y alcanzado la ciudad que se escondía a su espalda sometiendo por completo a las islas a su totalitaria ley blanca.

Y al fin la niebla rebasó los manglares y realizó su acometida, embistiendo las murallas de la ciudad como si de una ola marina se tratase, como una inundación divina. Casi al instante del silencioso choque las murallas fueron colmadas, rebasadas por completo en un tumulto de espirales albinas, delirantes e impetuosas, penetrando el dios blanco en la ciudad y sepultándola bajo un manto de albura que homogeneizó la realidad hacia todos los horizontes visibles.

El débil crujido de la copa que sostenía en la mano le advirtió de la tensión que soportaba. La observó como un acusado lo hace con su delator aun con el alivio que siente en sus entrañas al permitir que la verdad sea liberada del opresivo peso de la mentira.

Dudó. Ante la presencia de Tares y siendo testigo de su fuerza... Dudó.  
Aun cuando aquel medio orco le había dado razones para creer que la realidad se escapaba a sus pobres sentidos como un niño que juguetea a sostener el mar entre sus manos, dudó.
Dudó de él y de sus cálculos, de sus exigencias, sus vaticinios, y sus enigmas. Dudó de todas las realidades proféticas que el medio orco le expuso con el paso de los años, sin definírselas en ningún momento como tales, permitiendo que su pobre y acostumbrada mente las asimilase como propias con cada noche transcurrida durante la construcción de su despacho.
Dudó.
Y entonces las nieblas se detuvieron en su ascenso, justo a una vara bajo el suelo de su balcón. Justo donde el constructor había determinado que se detendrían.

Observó la escena paralizado de espanto y admiración. ¿Cómo un ser sobre el mundo podía contener tanto conocimiento y precisión? Una enorme gárgola con la forma de un ave fénix emergía del mar de leche en actitud bélica de renacimiento y esplendor. ¿Cómo un mortal que aparentaba ser la más miserable de las criaturas podía dominar los principios celestes y el uso de las ciencias con tal exactitud, de un modo en que según las tradiciones afirmaban, solo le era reservado conocer a los dioses?

Brotará de entre un mar de leche, mi señor, recordadlo, antes de que suméis un año más a vuestra experiencia. Y cuando contempléis dicho fenómeno dad, os los suplico, mayor valor y certeza a cuantas palabras hemos compartido en estos pocos años. Y tened presente una última cosa… Cuando veáis al ave de fuego surgir entre la leche de Muyán, marcad ese día. Pues si de ahí a medio año seguís siendo príncipe de Agratis, tened por seguro mi señor, que antes del fin de dicho tiempo moriréis.”
Y ahí se hallaba ahora. Dando valor al pasado y sin dudar en sus palabras lo más mínimo.

El medio orco le había dejado un grupo de minúsculos pergaminos ocultos por el despacho que Azurane fue encontrando poco a poco tras tomar posesión de él como espacio para las labores del principado. Los encontró molesto e infinitamente ofendido al principio. ¿Quién se creía ese orco para tan elevada insolencia? Dejarle mensajes personales, consejos, guías o adivinaciones... a él, al Príncipe de la Ley de las Islas Libres. Había encontrado nueve en total, y ahora, ya demostradas sobradamente las capacidades del Maestro Constructor, ansiaba encontrar el décimo con todo su ser.

Los recuerdos venían a su mente mientras se deleitaba en el paisaje que tenía ante sí; cuando el medio orco le presentó la gárgola por primera vez lo primero que había sentido había sido furia y asco. Una inmensa furia ante la centésima muestra de desprecio que le obsequiaba el constructor con sus insinuaciones. ¡Osaba proponerle como símbolo bajo el balcón de sus estancias al animal estandarte de la casa de Urdaín! ¡Los asesinos de sus antepasados y enemigos de Agratis desde hacía decenas de generaciones! Había matado a cinco de sus aprendices como réplica, los había descuartizado y mandado sus cabezas a sus aposentos con la firme exigencia escrita de que bajo su balconada se construyese una gárgola con la forma del Jaguar, estandarte de su casa.

Como respuesta recibió una carta con la frase: “No me hagáis caso a mi, mi señor, sino a vuestros ancestros”, junto a una referencia de una página y un título: “Memorias de la Sal”. Un libro que resultó ser uno de los más antiguos de la biblioteca real de palacio. Hasta el bibliotecario, un anciano insolente de la orden de los Hijos del Sol a quienes todos convenían en considerar sabio se sorprendió de que semejante libro existiese todavía, o al menos, una de las escasas copias que se conservaban del original.
Tres años han pasado desde ese entonces al presente, y el rostro del bibliotecario al sostener el volumen todavía permanecía en su memoria por la sincera sorpresa y pasión que había expresado. El viejo se había lanzado al suelo suplicando poder hacer una copia del arcaico mamotreto para enviarla a los maestres de su Orden en Altocastillo. Según decía, debía ser de las últimas primeras copias, sino la última de cuantas existían; La devoción de esos miserables sirvientes hacia los libros era cuanto menos admirable.
Símbolos… significados… los primeros reyes de las Islas Libres de Agratis fueron conocidos por su dedicación a la poesía y la filosofía... bastardos. No era de extrañar, esos malnacidos habían tenido la suerte de vivir en una época de prosperidad y paz tutelada por la herencia del Primer Rey de las naciones. Aunque casi no quedasen registros de ellos pues la práctica totalidad de sus obras había sido pasto de las llamas provocadas por Xiras-Lim “el fuego devino”, que tuvo la genial ocurrencia de eliminar todas las obras anteriores a su reinado para que la historia de Agratis comenzase desde él, y solo se adorase a Tares. Su linaje estaba atestado de miserables, que se entrecruzaban con príncipes extraordinarios… uno de los interrogantes de su corazón era saber a cuál de los dos grupos pertenecería su historia, en cuál de las dos listas sería ubicado su recuerdo.

La página en cuestión ciertamente le conmocionó, como tantas otras veces había conseguido hacerlo el maestro constructor. Le conmocionó en la soledad de sus aposentos, cuando libre de miradas vigilantes pudo leer y releer las extrañas y heréticas ideas que uno de sus más célebres antepasados había dejado escrito como herencia personal para sus descendientes.  

“El símbolo, tan maltratado en nuestros días, tan incomprendido, es la más incipiente escritura que los ojos de las diferentes naciones han tenido el privilegio de contemplar. Más allá de las atribuciones que los reinos de las variadas eras han dado a los complejos simbólicos, el Símbolo, nacido de la escritura de la naturaleza, encierra los significados ocultos que dan pie al nacimiento de las creencias y las mitologías, de las religiones y las identidades culturales de los diferentes pueblos.
Se manifiesta como una escritura nacida de sí misma, y para sí misma, raíz común del significado que los ojos que lo observen malinterpretarán acorde a la educación que hayan recibido. Es la más oscura joya del conocimiento, siempre infravalorada por los que rechazan todo aquello que no responda a los principios fundamentales del reino en el que han nacido, desconocedores de que la fiel guadaña del tiempo cosechará cuantos documentos acumulen para reducirlos a la fina harina que será transformada en el pan de los sabios del mañana, transmutada ya bajo la incipiente acción de los hornos más antiguos de la existencia intelectiva: El Símbolo.                     
Raíz y destino de todos los significados posibles, el Símbolo es la idea originaria que vincula el existir, con el ser. ¡Hay de aquella nación que olvide su propia ignorancia pretendiendo encadenar a los símbolos sus significados propios! Pues no quedará de ella más recuerdo del que la ceniza ofrece respecto al esplendor del Fénix que antes fue. ¡Prevalezca aquella que encuentre en el Símbolo el sendero para reconocer la fundamental ignorancia de la existencia que debe caracterizar siempre al amor al conocimiento! Pues este, el Símbolo, es el instrumento de la creación así como el instrumento del retorno, y no debe dejar de ser jamás la guía hacia lo impenetrable y simbolizado, so pena de creación de religiones y mitos que trunquen el sendero del ser, derivándolo hacia los laberínticos senderos del saber.
Símbolo, simbolizado, significado y creencia son los cimientos de las naciones.
Lo simbolizado es incognoscible, fuente de donde emanan los dioses y los miedos.
El símbolo es el acercamiento hacia lo simbolizado que nos despoja de nuestra idea de nosotros mismos, hacia la experiencia del ser.
Significado es la errónea interpretación del Símbolo de donde nacen las culturas.
La creencia es la fuerza desconocida que nos identifica con lo simbolizado, el símbolo o el significado según la pureza de nuestro anhelo hacia la Verdad o hacia el mundo.

Tan solo espero de mis viejos huesos que mis descendientes no olviden jamás tan necesarios conocimientos y no se alejen de la senda que ha sido trazada con símbolos sobre el mundo, pues si así fuese, más les valdría no haber nacido que condenarse a sí mismos al engaño eterno del significado.
Pues la experiencia del símbolo es pura e indefinible fuente de no saber, la más docta ignorancia a la que puede aspirar el iniciado, manantial del que emanan todas las ciencias y las artes, única experiencia que transforma al observador en el lienzo de lo que es observado, y aquel que la encarna plenamente es considerado entre nosotros nuestro Maestro, y Primer Rey.”

Las nieblas ya lo habían devorado todo, salvo a él. A él y a su despacho.
Ahora parecía estar a la orilla de un inmenso océano de leche etérea que se extendía hacia todos los horizontes posibles. Tan solo él por encima de la niebla junto a las cumbres en la distancia.
Entonces entendió que él mismo era un símbolo viviente, moldeado por las magistrales manos del Maestro Constructor, pero… ¿Qué significaba? <<El significado es la experiencia del símbolo>>, le había dicho en una ocasión el medio orco... ¿Por qué recordaba tan bien sus palabras?¿Qué sentido tenía esa referencia al Primer Rey?
El Primer Rey de los Hombres, el Primer Rey de la Alianza de Naciones… aquel a quienes enanos, elfos, duendes, hadas, salvajes, dioses y dragones juraron obediencia mientras no concluyese la Reconquista de los Áerin. Nunca había oído de él que fuese maestro de nada, ni que hubiese dejado algún legado al mundo salvo la liberación de la esclavitud de los tiranos Áerin y la entrada en la nueva era de la Alianza de Naciones.

Dejó derivar su mente en busca de alguna respuesta mientras el sol comenzaba su conquista de los cielos. Todo rastro de nocturnidad se disipó ante los primeros rayos directos de la luz del rey de todas las cosas, entonces el vasto océano de niebla que se encontraba sus pies se mostró verdaderamente con todo su esplendor.

Fue el amanecer más maravilloso que había contemplado en toda su vida. Y a la vez, era lamentable.

Oj-hiela, su ayuda de cámara, lo había despertado de madrugada para advertirle de la llegada de las nieblas. Por fortuna en esta ocasión las hogueras se habían encendido sin interrupción desde el monte Palasto de modo que las órdenes para trasladar las importantes reuniones diplomáticas al naharati principal habían gozado de una gran cantidad de horas de antelación. Horas preciosas que los sirvientes habían dedicado con frenesí a trasladar todo tipo de artículos de los convites.

Tener que cambiar los aposentos y estancias de castillo por un tambaleante naharati ante los embajadores de casi todos los tronos sureños... Tener que huir de tu propio castillo ante testigos del resto de naciones dejando claro de la peor forma posible que Agratis, seguía siendo Agratis. Y tener que hacerlo sin previo aviso a los tronos; a saber qué pensarían cuando sus embajadores volviesen para dar testimonio de lo que había pasado. Como mínimo habría quejas, y con la peor de las fortunas, embajadores muertos.
Además los preparativos de las celebraciones llevaban consumiendo el oro de las arcas del principado desde hacía semanas, oro que se había convertido en absolutamente nada. Cinco grandes salones de palacio se habían sellado y decorado para garantizar la seguridad de los embajadores y príncipes presentes durante las reuniones, prácticamente la mitad del castillo se había reservado para los dichosos extranjeros y sus familiares, así como para dos compañías de mashashaushíes que serían el centro de las actuaciones y bailes y que ya habían cobrado tres cuartas partes de su sueldo antes de saber de las dichosas nieblas. Un gasto horrendo. Tendría un hermoso castillo completamente vacío y carísimamente decorado para la llegada de Tares. Al menos los malditos sacerdotes de la niebla no se quejarían este año de las festividades y el reconocimiento a su dios.
Por fortuna a los embajadores los naharatis aún les resultaban exóticos y misteriosos e igualmente a los representantes de las casas de comercio de cada reino, que pese a admirarlos y excitarse al follar entre sus sábanas agitados por el contoneo, no acababan de arriesgarse a comprar los derechos de su fabricación, ni se decidían a pagar los precios que el gremio de las astillas exigía como pago a sus maestros navales.
Solo había dos sitios en el mundo donde podían verse hoy en día los inmensos naharatis, Agratis y Urdaín, lo cual era paradójico, donde la reina había mandado la construcción de uno con todo tipo de lujos extravagantes y con la única función de hacer de salón de baile y celebración para la cohorte de su reino.
Uno de los importantes objetivos de la reunión con los delegados comerciales de los distintos reinos era que eso cambiara, que en el cielo de cada capital se pudiese ver flotando al menos un naharati construido en Agratis y que ello redundara en las exiguas arcas del principado.
Los naharatis llevaban preparados para las nieblas desde hacía meses, como siempre. Eran el único lugar que ofrecía cierto refugio en las islas ante los gremios de la sangre durante los tres días de Muyan. Naitor había rezado esperando no tener que utilizarlos pudiendo desarrollar el importante encuentro en palacio como cualquier reino normal y corriente del continente, pero estaba claro que los dioses tenían otras intenciones.

Para el convite el consejo de príncipes había tenido que llegar a duros acuerdos con los malditos gremios de la sangre intentando garantizar que ninguno de sus asesinos dañasen o secuestrasen a los dignatarios extranjeros ni a sus familiares. Pero ¿dónde quedaba ahora ese acuerdo si la reunión se producía durante los días de Tares?
Si todo salía moderadamente bien y los gremios cumplían sus pactos de respeto hasta podría aprovecharse la situación para beneficio del principado. Si lograban convencerlos de que su seguridad dependía de la inaccesibilidad del naharati, ello sumado a la impresionante vista que obtendrían por encima de las nieblas sería más que probable que se lograsen algunas firmas para construir los dichosos aparatos.
Sentía muchísima tensión por el día que se presentaba ante él. Muchas cosas serían desveladas, lo sabía. Dos importantes reuniones lo aguardaban, una con los embajadores y diferentes señores y barones de comercio de los reinos, que debían estar aterrados por la imprevista llegada de las nieblas. Más de la mitad de los que habían sido invitados habían respondido con silencio, como ya era habitual. Tan solo aquellos cuyas posesiones dependían de los impuestos de los puertos agratios o los que se veían acosados por los piratas kazajos habían confirmado su participación, y de estos muchos simplemente no aparecerían.
La otra con el consejo de príncipes de las diferentes islas, cuando el sol despuntase, a la hora del ciervo, donde Azurane confiaba en que sus pactos individuales a lo largo del último año le garantizasen los votos suficientes en el consejo como para poder cambiar algo en la demoníacamente complicada gestión de las ciudades, los impuestos, los derechos y las asignaciones de las arcas.

Para que el consejo de príncipes se reuniese, al menos tres de ellos debían solicitarlo a los demás, con una única excepción: El Príncipe de la Ley tenía derecho a convocar una reunión del consejo si había alguna razón de estado que así lo exigiera. Y la razón de estado había llegado seis días atrás, la trajeron un druida de Angmáril de mirada tan retorcida y cargada de malicia que Azurane al verlo consideró si no seria un agratio que sencillamente volvía al hogar tras una larga temporada perdido en el bosque sagrado, y un Hijo del Sol que afirmaba servir a los intereses del Castillo de Plata y que juraba que tan solo hablaría con el prior de su orden en el reino. Llegar a Agratis con exigencias nunca ha sido una decisión cabal, ambos estaban aprendiendo esa lección en los calabozos de las Lágrimas.
El asunto a tratar se encontraba sobre la pequeña mesita de plata labrada que tenía a su derecha en el balcón. Los tronos del mundo comenzaban a despertar de su largo y pacífico letargo y cuando esto ocurría, o despertabas con ellos o sucumbías.
Observó la pequeña botella con la desconfianza con que un anciano rey miraría un nuevo arma de guerra presentada por su ingeniero militar. ¿Qué podía traer sino devastación y caos?
Por las calles de su ciudad sonaron las campanillas de los monjes de Muyán advirtiendo a los ciudadanos la llegada de Tares, las nieblas, primogénita de Muyan, padre y madre de todos los complicados y extravagantes dioses del abundante panteón de la secta más extendida entre su pueblo.

La odiosa mierda blanca y gaseosa acudía dos veces al año a su cita con las islas. Durante los tres días que duraba la luna llena en que aparecía no se podía ver absolutamente nada por las calles, los bosques o los mares. Los asesinatos y robos aumentaban, la mayoría de los comercios cerraban y los barcos de mercancías se quedaban junto a los de pesca varados lejos del puerto, suplicando a sus dioses que los piratas Kazajos no reuniesen el valor para aprovechar la ocasión.
Eran tres días funestos para la economía de las islas, al menos para la economía legal.
Además históricamente los príncipes menos poderosos habían utilizado la presencia de las nieblas para derrocar de sus ciudades a aquellos más confiados y establecidos. De poco valían los ejércitos en estos casos, eran tres días donde quienes verdaderamente reinaban en las ciudades eran las oscuras y antiguas órdenes de asesinos, que extendían sus redes invisibles hasta alcanzar cualquier sector de la sociedad de las islas.
Nadie sabía prever la llegada de las nieblas con exactitud, aunque todo príncipe que se preciase tenía cerca suyo a un adivino o astrólogo que estaba dispuesto a jugarse la vida a cambio de demostrar que sí se podía. No solían durar demasiado con la cabeza sobre los hombros en su palacio. De hecho el suyo, uno nuevo que decía llamarse Huelek Markot y sostenía haber aprendido el arte de la adivinación mágica en Aran de labios del mismísimo Reiden Tsautser, si era tan inteligente como él mismo decía ya debía estar recogiendo sus pertenencias para intentar escabullirse por alguno de los pasadizos de palacio antes de que la guardia de Mármol le trajese su cabeza como había ordenado al conocer la noticia de la llegada de Tares.

La niebla...
Era algún tipo de presagio que no alcanzaba a descifrar, la llegada de la niebla justo ahora...

Desde que el maestro constructor le ninguneara durante la fabricación de sus aposentos privados, Azurane había recuperado hábitos olvidados de aquella dulce época de su infancia de preparación para el principado. En aquellos tiempos, ya casi arcaicos bajo el peso de las obligaciones cotidianas, las drogas y las rutinas solemnes, la lectura de los clásicos y el estudio de las ciencias habían sido para él una insidiosa mezcla de obligación y deleite. Rechazaba de manera juvenil y vigorosa la tenacidad necesaria para el estudio a fondo de los textos que los ancianos de todas las épocas se habían esforzado tanto en recabar, considerando que durante su incipiente monarquía su dedicación seria en exclusiva a la gestión de la conquista, y la eliminación de sus opositores.  
Soñaba, como era normal en un joven destinado al principado, con hazañas bélicas que desmitificasen al Primer Rey, a Odereth el Trueno de Jappur, o a Limnaya, Guardián del cementerio de Atanor. Soñaba con unificar las Islas y lanzarse a la conquista del continente. Con el sometimiento de los reyes y reinas de los tronos al sur de las Vertebradas, y con el reconocimiento del apellido de su estirpe por encima de cuanta bandera ajena a sus antepasados fuese ondeada sobre muralla alguna.

Soñaba…Pero el gobierno de Agratis resultó ser mucho más complicado que tan nobles sueños de infancia.
Habían intentado asesinarlo en más de dieciocho ocasiones, cinco en los dos primeros años bajo la corona de mármol. En un comienzo todo le había hecho pensar que las motivaciones de sus asesinos eran puramente estratégicas y bélicas. Príncipes asociados a los tronos del sur o a sus arcas, o asesinos enviados directamente desde allí por el temor que los reyes sureños pudieran sentir al ver crecer a un nuevo posible rey sobre las Islas Libres de poniente que variase el curso de la historia. Él era el legítimo legislador de Agratis, de entre todos los príncipes de las Cien Islas, el único con potestad para cambiar los códigos, las leyes y las jerarquías. Es en la genealogía de su familia donde se encuentran los antiguos reyes de Agratis, hasta llegar a Lim Hear de Azurane, aquel a quien llamaban Los Ojos del Primer Rey, y quien según las leyendas, era su más fiel consejero y amigo, fundador del primer gremio de asesinos de la historia.

Todo en su mente era un caos irresoluto. Tenía ideas recientes y de antaño fluyendo con vacilación a través de las emociones que la situación le producía.
No sabía qué pensar. Las nieblas justo el día más importante de su vida, días de sangre y muerte para recibir a los embajadores de las naciones, una reunión con los principados donde manifestar el trato ofrecido por Angmáril, el contenido de una botella que podía cambiar el curso de la historia. Hoy era su día. Debía ser como el Fénix, emerger de entre la leche mostrando el esplendor del renacimiento… o deshacerse entre cenizas.












Red de Rol

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February 19, 2017 at 08:12PM